martes, 31 de julio de 2012

Salir del Anonimato (por Valeria)

Después de mucho pensarlo, tomé la decisión y le propuse a mi maestra de quinto grado participar del próximo acto escolar.

Siempre fui una tímida social y supongo que por eso nunca me habían elegido para actuar en público, pero el hecho de pasar desapercibida me daba vueltas y vueltas por la cabeza. Por esos tiempos en los que era la niña tímida poco participativa de la clase, en casa era la super estrella. 

Junto a  Laura, mi amiga y compañera de danza clásica, comenzamos a elegir la música, pasos y vestuario para la gran ocasión.

Maquilla
je, zapatillas media punta, y más preparativos. Llegó el día. Llegó mi momento. El temblor de mis piernas me dificultaba subir el primer peldaño hacia el escenario. Entonces reuní hasta el último milímetro de coraje, respiré profundamente y me lancé a las tablas. Nos miramos con mi amiga Laura, con terror, y a la cuenta de tres de una maestra se abrió el pesado telón. Los segundos eran eternos y la música no sonaba. Nervios, sudor y ahí comenzó a envolvernos Cascanueces de Tchaikovsky, alegre y simpático. No recuerdo más. Mi cuerpo hizo lo que tanto había practicado en mis clases de danza, lo hizo sin registro de sus movimientos. Automático. Bailé, bailé y bailé… enceguecida. Y a los pocos minutos desperté del sueño… con aplausos, flashes y conciencia de que estaba allí, plantada en el escenario con mis diez añitos, exhausta y con mi tutú lleno de lentejuelas. Haciéndome cargo, agradecí con una reverencia al público que nos seguía ovacionando. Me sentí orgullosa, agotada, observada y feliz. Y finalmente se cerró el telón del anonimato.




Valeria

martes, 17 de julio de 2012

De barro somos (por Elizabeth)

Me causaba asombro. Se supone que venía de un museo. En realidad viene de otras vidas, eso lo sé hoy.

Bajado de su pedestal no parece tan… museológico. Antes creía que era importantísimo. Nadie me lo dio, era de mi padre. No recuerdo haber visto hasta este momento su inscripción, probablemente cuando lo vi por primera vez no sabría leer. ¿Dice Chile? No es chileno, es mío, quiero decir: es de mi planeta, lo sé. Lo sé ahora, en un primer encuentro lo ignoraba.

Mi padre tampoco lo sabía, por eso no me lo quería dar. Creía que era suyo. Hoy está en mi escritorio, en su pedestal, pero nunca le di la importancia que se merece, hasta ayer no lo había notado. Es que no lo recordaba, me parecía un adorno más… pero anoche caí en la cuenta de dos cosas: primero, perdió su valor histórico-económico, no lo tiene, si es que alguna vez lo tuvo. Segundo, y más importante: ganó valor de remembranza, por sobre lo que objetivamente valga. Pude redescubrirlo, y apropiármelo. Está vivo, está super vivo.

Y en ese soliloquio también me preguntaba por qué lo elegí, ¿Por qué no algo más cercano? Porque trascendió años y mudanzas, quieto, silencioso, duro, elevado, inerte y solemne; me respondo.

Sin embargo no era eso, ayer durante la cena pude verlo. Estaba vivo, me miraba, casi que me daba miedo. Hasta que recordé por supuesto, que siempre nos había acompañado con bondad. Con esa bondad silente de los objetos, con esa sabiduría secreta de quien se sabe vivo y antiguo, con siglos encima que no le pesan, que lo vuelven más sublime en su elocuente callar.

Hoy me doy cuenta que vino a buscarme. ¿Lo habría modelado yo, tal vez en otra vida? ¿Es un Dios? ¿Dios de qué? ¿Será la imagen femenina de Dios que tanto me obsesiona descubrir? Tiene caderas anchas… y pelo largo. Todo eso me suena eminentemente femenino, y a la vez, mirado en su conjunto el pequeño es de una masculinidad innegable… encierra secretos en su dualidad, pero ¿Quién no? Nos ocurre a todos en algún punto, a todos los vivos.

Con los años perdió su brillo, se partió, fue remendado. No importa, sigue respirando. Reconozco en él además, marcas que no fueron hechas en esta época. Heridas de la historia que viene a mostrarme. Claro que tuvo que esperar a que pudiera apreciarlas.

Sé que no se lo regalaría sino a quien él eligiera. ¿Por qué no? Me eligió a mí, no creo que la pequeña estatua de arcilla pueda ser apreciada con toda riqueza si la someto a mi elección caprichosa de su próximo dueño.

Sólo espero que, ya se trate de un lejano Dios, de la Diosa que busco, o de un amuleto, pueda yo distinguir con la conciencia despierta, a dónde, y con quién quiere quedarse.

Elizabeth


Mil hilos de lana verde (Elizabeth)

Nuestros padres tienen que salir. Los preparativos para dejarnos solas, a mis dos hermanas y a mí, nunca fueron tan minuciosos. Pero ahora saben y en cierta forma padecen nuestra costumbre de toquetear/meter las narices/destruir de vez en cuando, todo. Desde la ropa y los zapatos de mamá, quien ya resignada nos los presta; hasta los aviones de aeromodelismo, preciados y únicos sobrevivientes (los barcos en las botellas habían perecido años atrás bajo nuestras inquietas y curiosas manitos) de la colección de papá.
Es por eso que ante una salida sin nosotras, que “ya están grandecitas para quedarse solas, pueden cuidarse entre ustedes y no dejar la casa patas para arriba”, extreman precauciones.

Papá ideó un dispositivo de seguridad que consiste en una lana finita y larga que entreteje en la escalera cual telaraña, con el fin de evitar nuestro ascenso a su dormitorio. Es ahí donde se alojaban como preciados huéspedes las pinturas de mamá (así llamamos a sus maquillajes).

De querer subir, los finos hilos de lana estratégicamente colocados tal vez no dificulten el ascenso, pero delaten el intento al romperse.

Ya solas, me animo a subir, debo empezar yo por ser la más grande. La escalera me da miedo porque entre cada tabla de madera puedo ver el piso abajo, cada vez mas alto. Mezcla entre malabarista  y contorsionista voy apartando los hilos y logro escapar de la trampa de lanitas verdes sin romper ni una.

Cuando por fin estoy arriba sonrío triunfante a mis hermanas. Ellas me miran sorprendidas y orgullosas desde el piso de abajo. Rápidamente, con ese vértigo que da el saber que estoy haciendo algo prohibido pero con la noción del objetivo casi cumplido, me acerco a la cómoda. 

El tesoro está ahí, la caja marrón brillante, se abre sin resistencia, revelando la riqueza de su contenido. Tres bandejas, una de pintalabios a la izquierda, los coloretes a la derecha y en el medio; múltiples y brillantes sombras: verdes, azules, rosas, violetas, todas mágicamente iridiscentes, como hechas de polvo de hadas.

Como no se usar los pinceles (y además no hay tiempo para eso), me pintarrajeo con los dedos. Éstos quedan marcados en los compartimientos, (ahora pienso que resultaba entendible que mi madre no me dejara usarlas).

Caigo en la cuenta: pronto llegarán, y mis hermanas me esperan abajo. El descenso se hará más difícil, vértigo mediante… no lo había considerado.

Junto valor y vuelvo a repetir movimientos que hoy me hacen entender por qué de más grande me fascinaría con la gimnasia artística. Antes de darme cuenta llego abajo. Mis hermanas se ríen entre pícaras y culposas, yo también.

Luego de lavarme la cara no quedan rastros visibles de maquillaje, tampoco de la hazaña realizada. Las lanitas verdes siguen intactas.

Cuando llega mi padre se felicita por la gran idea que tuvo para impedir la invasión a su dormitorio.
Nosotras tres lo miramos juntas, intentando disimular la risa cómplice.

Elizabeth.

sábado, 14 de julio de 2012

Mi héroe (por Silvina)

Mi abuela paterna acaba de fallecer... hace un día. Son las 9 de la noche y todavía la están velando en su casa. Me cruzo enfrente, a lo de mi otra abuela, Isabel, y organizo con mi primo Mauro irme a dormir a lo de él. No quiero estar en el momento del entierro. 
No quiero ver destruido a mi papá, mi héroe.
Hijo único, por distintas muertes, está por enterrar a su madre.
Mauro ya le pidió permiso a mi tía Juana. Ella dijo que sí. Estamos en la cama que da a la ventana de la calle, desde donde se ve el velatorio. Miro, hay mucha gente. Cuchicheamos.
De repente, entra mi papá. Le pide a Maurito si se puede retirar, Mauro se va y quedamos solos. Mi papá se agacha y me pregunta por qué me quiero ir. Le contesto que no quiero estar en el entierro. Me dice "Te necesito". "Ustedes son lo más importante que tengo". LLoro. LLora. Me abraza. Le prometo quedarme al día siguiente. Le cuento que no me gusta verlo llorar. Me promete no llorar, darme la mano fuerte y no soltármela.
Nos abrazamos.
Por primera vez, veo a mi papá desarmado y soy yo quien lo protege. 

Silvina

La Presencia (por Silvina)

Para Ariana

Ariana, cara de banana. Silvina, cara de mandarina. Mates, risas, apuntes, charlas, restaurantes, boliches, playa. Tiempo compartido. Qué va, amistad.

Y de repente, a nuestra vida llegó una noticia esperada: la llegada de Dante. Habíamos crecido. Ya podíamos soñar con una familia. Y ser, además, comadres. Compartir cada paso de su llegada.
Me contagiaste el gusto por Klimt. ¿Cuántas veces recrearía con mi príncipe esa imagen?
Dante nació, y recibió infinitos regalos. Yo los abría feliz. Hasta que un día, no muy lejos de su primer mes de vida, me topé con la caja. Wow. Klimt.  La colorada. El niño en relieve.
Un objeto que reconocía el cambio, la posibilidad de atesoramiento.
Una amistad que se transformó, una cantidad enorme de cosas que habrán sido guardadas temporalmente en ella. Plata, aros, anillos, llaves, papeles.
Una caja en donde guardar tantos recuerdos, tantos sueños, tantos miedos relacionados a eso que llegó junto con mi hijo: mi maternidad.  Y que estará siempre conmigo.

Gracias


Silvina 

jueves, 12 de julio de 2012

El anillo de la vida (por Vanina)

El día amaneció nublado, lluvioso, horrible. La tele, monotemática, contaba cómo inesperadamente a los 36 años moría Romina Yan, ícono de mi adolescencia y mamá de 3 nenes chiquitos. Me impactaba que fuera tan joven, que fuera mamá, que fuera Romina, que su mamá perdiera a su hija tan violentamente. Tantas cosas.

Pensar en otro tema era un imposible, no podía, no quería.

Sin embargo, las señales eran claras. Ya era la hora. Hora de ir al hospital. Todo indicaba que era el momento: Cata, mi chiquitina, estaba pidiendo pista y yo sentía la irracional necesidad de no hacer nada, de estar en la cama, en pausa. Era un día para que mis nueve meses de embarazo me dejaran descansar.  

Finalmente, después del control, la partera decidió mandarme a casa con la precisa indicación de volver si las contracciones se convertían en regulares. Cada 5 minutos de reloj. Así de simple, así de matemático.

Pasaba el mediodía de ese día gris y yo seguía sintiéndome dolorida pero también muy impresionada. Me conectaba con la vida que llevaba dentro pero también con la muerte que no paraba de aparecérseme a través de la pantalla.

Después buscamos a Felipe, mi hijo mayor, que por las dudas ya estaba en casa de su abuela. Y mi marido volvió al trabajo expectante esperando un posible llamado que indicara que tendría que dejar todo y salir corriendo. Otra vez.

En casa, acosté a Felipe en su cuna y durmió la siesta más larga que recuerdo.

Esperando las famosas contracciones regulares me detuve toda la tarde. Mirando los minutos del reloj y mirando las noticias transcurrió mi último día de embarazada. Perpleja, triste, sorprendida, angustiada, dolorida.

La tarde terminaba y afortunadamente Felipe seguía durmiendo.

No quería volver al hospital y que me volvieran a mandar a casa. Quería estar segura de ir en el momento preciso. Así que esperé lo que más pude.

Pasaron las seis de la tarde y el dolor que sentía me hizo llamar a mi obstetra. Ante el panorama inminente, sin dudarlo me mandó al hospital.

Felipe se despertó de su siesta justo cuando su abuela llegó para cuidarlo y mi marido para buscarme. Nos despedimos de él con mucha tranquilidad y se quedó contento, leyendo un cuento de elefantes.

Ya en el hospital el mensaje fue clarísimo: “7 cms de dilatación, cambiate, te espero en la sala de partos”.

Eso hice. 15 minutos y 3 pujos más tarde, tenía a Cata sobre mi pecho.

Sólo un rato después, la habitación del hospital a media luz acondicionaba nuestros primeros momentos enamorándonos de Cata. Fue entonces cuando con un “amor, gracias por todo”, mi marido me dio una cajita con un anillo adentro: angosto, delicado, con una especie de trébol de cuatro hojas de oro que indicaba que “cuatro” era el número de nuestra familia a partir de ese momento. Con el tiempo me enteré que esos cuatro círculos no eran un trébol, sino que simbolizaban una flor que mi marido quiso regalarme por la llegada de Catalina, la nueva flor de nuestra familia. Ese anillo que nunca volví a sacarme marcó el final de un día intenso, pleno, movilizador, agotador, imborrable. Un día en el que definitivamente, la vida le ganó a la muerte.

Vanina

miércoles, 11 de julio de 2012

De peces y angelitos (por Vanina)

Estoy en el playroom de mi casa sentada en la silla con apoyabrazos que tanto me gusta. Atrás está mamá haciendo algo, no sé bien qué. Como siempre, mis peces, al lado mío, en la pecera que elegí en el acuario Galápagos, ese que quedaba sobre la calle Cabildo.

Mientras mamá me reta porque me hamaco en la silla, veo que mis peces naranjas, están empezando a saltar de la pecera.

"¿Qué les pasa? ¿Por qué hacen eso?" Mueven sus colas con desesperación mientras sus pequeños cuerpos contrastan con el azul furioso de la alfombra. Yo estoy tan asustada como inmóvil al ver cómo mamá los levanta frenéticamente y los tira de nuevo al agua.

Pero caen al fondo. Directo. Parecen sin vida. Me resisto a creer que están muertos aunque todo me indique lo contrario.

Voy corriendo a mi cuarto a rezarle a mi angelito. Es de cerámica, con su túnica celeste, sus alas blancas y su pelo negro, como el mío, por eso mamá decía que era mío, mi angelito de la guarda. Y lo tengo colgado al lado de mi almohada. A él le rezo con todas mis fuerzas para que mis peces estén bien. Arrodillada frente a la cama con mis dos manos apoyadas palma con palma, no paro de rezar. No paro. No paro. No paro.

-No se pueden morir mis peces, angelito, que no se mueran por favor.

Mamá se me acerca, la siento desde atrás. Me angustia saber lo que tiene para decirme. Con una mano en mi hombro y mi corazón latiendo cada vez más rápido la escucho con su voz llena de asombro:

-¡Viven Vani, viven!

...

-¿Viste mamá? Yo sabía que iban a vivir.


Vanina

jueves, 5 de julio de 2012

El objeto (por María Julia)

Me lo regaló él, y es el segundo igual.
El primero es muy similar a éste pero con las letras en oro y de plata el cuerpo. Aún lo tengo, pero no me acuerdo como fue la decisión de cambiarlo.
Lo que sí se es que después de casi 8 años de uso tomó la forma de mi dedo.
La idea fue de mi papá, y él mismo también eligió mi nombre.
El anillo tiene mis iniciales: "MJ", de María Julia.
La segunda versión es de plata íntegramente, lo uso todos los días de mi vida y hasta para los casamientos. Siento que si me lo sacara, estaría excluyéndolo de algún momento, de algo importante.
El anillo es un testigo de mis días.
Su lugar es el dedo chiquito de la mano derecha. Hoy me miré la mano sin el anillo y no la reconocí.
Es un anillo de sello, no sé si sella algo pero es un testimonio de la elección de mi nombre… ni más ni menos.

María Julia