Pensar en
otro tema era un imposible, no podía, no quería.
Sin
embargo, las señales eran claras. Ya era la hora. Hora de ir al hospital. Todo
indicaba que era el momento: Cata, mi chiquitina, estaba pidiendo pista y yo
sentía la irracional necesidad de no hacer nada, de estar en la cama, en pausa.
Era un día para que mis nueve meses de embarazo me dejaran descansar.
Finalmente,
después del control, la partera decidió mandarme a casa con la precisa
indicación de volver si las contracciones se convertían en regulares. Cada 5
minutos de reloj. Así de simple, así de matemático.
Pasaba el
mediodía de ese día gris y yo seguía sintiéndome dolorida pero también muy
impresionada. Me conectaba con la vida que llevaba dentro pero también con la
muerte que no paraba de aparecérseme a través de la pantalla.
Después
buscamos a Felipe, mi hijo mayor, que por las dudas ya estaba en casa de su
abuela. Y mi marido volvió al trabajo expectante esperando un posible llamado
que indicara que tendría que dejar todo y salir corriendo. Otra vez.
En casa,
acosté a Felipe en su cuna y durmió la siesta más larga que recuerdo.
Esperando
las famosas contracciones regulares me detuve toda la tarde. Mirando los
minutos del reloj y mirando las noticias transcurrió mi último día de
embarazada. Perpleja, triste, sorprendida, angustiada, dolorida.
La tarde
terminaba y afortunadamente Felipe seguía durmiendo.
No quería
volver al hospital y que me volvieran a mandar a casa. Quería estar segura de
ir en el momento preciso. Así que esperé lo que más pude.
Pasaron las
seis de la tarde y el dolor que sentía me hizo llamar a mi obstetra. Ante el
panorama inminente, sin dudarlo me mandó al hospital.
Felipe se despertó
de su siesta justo cuando su abuela llegó para cuidarlo y mi marido para
buscarme. Nos despedimos de él con mucha tranquilidad y se quedó contento,
leyendo un cuento de elefantes.
Ya en el
hospital el mensaje fue clarísimo: “7 cms de dilatación, cambiate, te espero en
la sala de partos”.
Eso hice. 15
minutos y 3 pujos más tarde, tenía a Cata sobre mi pecho.
Sólo un
rato después, la habitación del hospital a media luz acondicionaba nuestros
primeros momentos enamorándonos de Cata. Fue entonces cuando con un “amor,
gracias por todo”, mi marido me dio una cajita con un anillo adentro: angosto,
delicado, con una especie de trébol de cuatro hojas de oro que indicaba que
“cuatro” era el número de nuestra familia a partir de ese momento. Con el
tiempo me enteré que esos cuatro círculos no eran un trébol, sino que simbolizaban
una flor que mi marido quiso regalarme por la llegada de Catalina, la nueva
flor de nuestra familia. Ese anillo que nunca volví a sacarme marcó el final de
un día intenso, pleno, movilizador, agotador, imborrable. Un día en el que
definitivamente, la vida le ganó a la muerte.
Vanina
oh god... qué día tan emocionante y cuánta emoción en tu relato.
ResponderEliminarque lindo y emotivo! lagrimeando termino!
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