martes, 17 de julio de 2012

Mil hilos de lana verde (Elizabeth)

Nuestros padres tienen que salir. Los preparativos para dejarnos solas, a mis dos hermanas y a mí, nunca fueron tan minuciosos. Pero ahora saben y en cierta forma padecen nuestra costumbre de toquetear/meter las narices/destruir de vez en cuando, todo. Desde la ropa y los zapatos de mamá, quien ya resignada nos los presta; hasta los aviones de aeromodelismo, preciados y únicos sobrevivientes (los barcos en las botellas habían perecido años atrás bajo nuestras inquietas y curiosas manitos) de la colección de papá.
Es por eso que ante una salida sin nosotras, que “ya están grandecitas para quedarse solas, pueden cuidarse entre ustedes y no dejar la casa patas para arriba”, extreman precauciones.

Papá ideó un dispositivo de seguridad que consiste en una lana finita y larga que entreteje en la escalera cual telaraña, con el fin de evitar nuestro ascenso a su dormitorio. Es ahí donde se alojaban como preciados huéspedes las pinturas de mamá (así llamamos a sus maquillajes).

De querer subir, los finos hilos de lana estratégicamente colocados tal vez no dificulten el ascenso, pero delaten el intento al romperse.

Ya solas, me animo a subir, debo empezar yo por ser la más grande. La escalera me da miedo porque entre cada tabla de madera puedo ver el piso abajo, cada vez mas alto. Mezcla entre malabarista  y contorsionista voy apartando los hilos y logro escapar de la trampa de lanitas verdes sin romper ni una.

Cuando por fin estoy arriba sonrío triunfante a mis hermanas. Ellas me miran sorprendidas y orgullosas desde el piso de abajo. Rápidamente, con ese vértigo que da el saber que estoy haciendo algo prohibido pero con la noción del objetivo casi cumplido, me acerco a la cómoda. 

El tesoro está ahí, la caja marrón brillante, se abre sin resistencia, revelando la riqueza de su contenido. Tres bandejas, una de pintalabios a la izquierda, los coloretes a la derecha y en el medio; múltiples y brillantes sombras: verdes, azules, rosas, violetas, todas mágicamente iridiscentes, como hechas de polvo de hadas.

Como no se usar los pinceles (y además no hay tiempo para eso), me pintarrajeo con los dedos. Éstos quedan marcados en los compartimientos, (ahora pienso que resultaba entendible que mi madre no me dejara usarlas).

Caigo en la cuenta: pronto llegarán, y mis hermanas me esperan abajo. El descenso se hará más difícil, vértigo mediante… no lo había considerado.

Junto valor y vuelvo a repetir movimientos que hoy me hacen entender por qué de más grande me fascinaría con la gimnasia artística. Antes de darme cuenta llego abajo. Mis hermanas se ríen entre pícaras y culposas, yo también.

Luego de lavarme la cara no quedan rastros visibles de maquillaje, tampoco de la hazaña realizada. Las lanitas verdes siguen intactas.

Cuando llega mi padre se felicita por la gran idea que tuvo para impedir la invasión a su dormitorio.
Nosotras tres lo miramos juntas, intentando disimular la risa cómplice.

Elizabeth.

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